Μαρία Ιορδανίδου es una de las pocas escritoras que me enloquecen por su humor y sencillez. Este tipo de lecturas me calman la nostalgia y me son casi vitales para sobrevivir, demasiadas páginas he tenido que traducir, descifrar, aprender, memorizar y decodificar en años y años.
Esta mujer, por casualidades de la vida conocí a su mejor amiga y vecina Lía Jatsopulu-Karavía, nació en Constantinopla en 1897, viajó a Rusia para pasar un verano con una tía y por el estallido de la revolución de octubre, se vio obligada a estudiar bachiller en ese país. Volvió a Constantinopla y se casó con un alejandrino, Iordani Iordanidi, profesor en la misma Alejandría en un colegio inglés. Cuando fueron a vivir a Atenas, Iordani desapareció. María, a los 65 años, escribió Loxandra, su primera obra y de la que me enamoré; incluso hicieron una maravillosa serie en la televisión helena que acabé de ver hace una semana. El libro en el que he basado este jueves, se trata del patio en el que vivía con su hija en Atenas y de sus relaciones con los vecinos.
“En nuestro patio - María
Iordanidu”
“Cuando volvimos a casa, durante muchos días viví con mi fantasía
todavía en Tatavla. Veía todos aquellos elementos. En algún momento quise
dibujarlos. Cogí un palo de carbón y comencé a dibujar sobre la blanca pared de
la cocina.
-
¿Te has
vuelto loca? Gritó la abuela.
-
Quiero
dibujar, yayá.
-
¿Dibujar?
¿Y no lo dices?
Gritó inmediatamente a Sultana y la mandó a la botica a comprar un
cuaderno, un lápiz y una caja de lápices de colores. Desde aquel día abandoné
las cerillas quemadas y las cajas de cerillas y me metí de lleno en el dibujo.”
Dibujar era su pasión y sabía
cómo procurarse los palitos con la punta de carbón. Hasta las cerillas usadas
recogía por la calle, eran las mejores para hacer las finas líneas, y las conservaba
en un viejo tarro de cristal sin tapa. Solía contarlas por las noches y,
dependiendo de la cantidad, sabía el tamaño del dibujo que podría realizar.
Fantasía, monstruos y fantasmas eran fáciles de dibujar porque nadie los había
visto nunca y podía dejar volar su imaginación; además, no necesitaba colores.
La pared de la cocina era de un tono blanco viejo y ahumado, el mejor lugar
para dibujar y el más amplio de la casa. En la misma cocina solía su anciana
madre pasar todo el día y se sentía segura con la sola presencia de la pequeña;
al llegar la noche la ayudaba a subir la oscura y enmohecida escalera hasta la
habitación y hasta la gran cama que ambas compartían por temor. La anciana había
perdido la vista debido a los golpes propinados por su borracho esposo; desde
aquel día en que el doctor visitó la casa, no había vuelto más que en dos
ocasiones para pedirles dinero; al igual que la ocasión anterior, la negativa a
su requerimiento traía consigo golpes y sangre para las dos mujeres. Cuando
escuchaban cualquier sonido en la puerta o en la calle durante la noche, ambas
temblaban abrazadas en la cama.
La gran pared de la cocina tenía
grietas y lugares abombados por la humedad, que la niña aprovechaba para crear
criaturas en relieve. Finalizado cada dibujo, eliminaba con un trapo el carbón
y volvía a comenzar. Dragones voladores cubrían aquella tarde toda la pared.
Hermosa. Mañana la borraría, estaba más cansada que nunca debido a los escasos
alimentos.
Una semana después, un cuerpo
encorvado y uno más pequeño fueron descubiertos en el suelo, al lado de la cama
y cubiertos de sangre, los cráneos chafados totalmente irreconocibles y madejas
de pelo enredadas en los blancos camisones.
Cada noche en aquella casa,
dragones pintados con carbón aparecen en la pared, por la mañana desaparecen
porque cuentan que una niña la limpia con un trapo cuando sus ocupantes duermen
plácidamente.